Parece que habíamos convenido que el verano es un periodo de un cierto relax y en el que se suele intentar descansar del ajetreo de todo el año (eso, evidentemente, los que puedan permitírselo…). Aceptamos fácilmente que, en verano, el ritmo de las cosas se haga más lento (con la sentida excepción de los que se dedican a labores como la de la hostelería…) y que el disponer de más tiempo permita tal vez alguna que otra reflexión que no siempre practicamos arrastrados por el inevitable estrés de la vida diaria.
No escribo tras el verano. Lo hago, por las habituales exigencias editoriales (y respetando el descanso veraniego de otras personas involucradas en la revista…), justo en los primeros compases del verano de 2018. Aunque, eso sí, lo suficientemente entrado el periodo estival como para empezar a estar ya imbuido del “espíritu veraniego” si eso existe. Y no se me oculta que mi situación actual de “jubilado exageradamente activo” ha de ayudar a que ese espíritu veraniego empiece ya a manifestarse… Incluso los jubilados (al menos ciertos jubilados) “necesitamos” del verano.
Me atrevería a decir que, durante el verano, el ritmo de las cosas recupera el que hasta hace sólo unas décadas hubiera sido el devenir natural de los acontecimientos. En la actividad cotidiana de todo el año parecemos ya hormiguitas laboriosas (eso siempre los que tengan trabajo…) sometidas a un estrés que poco nos aporta y mucho nos angustia. No era así en el pasado en el que los tiempos de la vida eran menos agobiantes.
Pero incluso ese relax veraniego ha cambiado. Ya no se trata de un paréntesis relajante en casi todos sus detalles, si no que, gracias a la tecnología, gracias a “nuestra” tecnología, podemos seguir en verano casi como durante el resto del año y someternos, voluntariamente incluso, al estrés del que nos quejamos durante todo el año.
Por ejemplo, gracias a Internet y a su omnipresencia, en verano puedo leer los mismos periódicos que leía en invierno, ver un montón de películas (almacenadas en DVD u obtenidas de streaming con sistemas como Netflix, HBO y otros), comunicarme con amigos y, también (¡caramba!) seguir cierta actividad digamos que profesional gracias al correo electrónico y a las muchas herramientas hoy disponibles.
Definitivamente, la vida ha cambiado. Incluso en verano. Y la tecnología, “nuestra” tecnología, no es ajena a ello.
Aunque los largos días, la ausencia de horario explícito y el tono general de los días veraniegos genera muchos ratos perdidos que no suelen ser posibles en otros momentos del año. Y esos ratos pueden ser utilizados de muchas maneras.
Una de ellas es seguir con el relax y dejarse llevar acríticamente por algún programa de televisión, o dedicarse a la lectura, al deporte, a charlar con amigos o, simplemente, hacer ejercicio relajante y saludable: descansar, en definitiva. Pero también, incluso en periodos cortos, cabe dedicar esa ociosidad a reflexionar sobre el mundo que nos rodea, sobre nuestra actividad en él y sobre todo aquello de lo que se han preocupado los seres humanos desde que el mundo es mundo. El verano y su ociosidad, deseada o no, nos permiten superar el ritmo de la cotidianeidad que tanto nos agobia y ocuparnos, también (y sin que ello sirva de precedente…) de lo divino y de lo humano.
Hoy, cuando escribo, no tengo ni idea de si este verano será apacible en los aspectos meteorológicos ni si resultará plácido o agitado en cualquiera de los ámbitos de la actividad humana. Seguro que Trump y los otros incompetentes que nos gobiernan seguirán haciendo lo posible para incordiar, para satisfacer sus egos y, sobre todo, para “asegurar” su éxito en futuros comicios electorales. Pero, afortunadamente, en verano prestamos menos atención a ello. Gracias a la tecnología tenemos acceso a todo, pero sigue siendo cierto que, estoy seguro, en verano nos lo tomamos todo con una cierta “filosofía”, convencidos que aquello que se haya salido realmente de madre en verano, lo podremos enderezar de nuevo después…
Amén (que, como saben, significa “así sea”…).