Antes de nada debo advertir de mis condiciones: tras entrar en un hospital para una pequeña intervención casi ambulatoria, tuve que quedarme largos días por haber “pillado” una de esas terribles infecciones hospitalarias. Días ociosos con demasiado tiempo para pensar. Discúlpenme, pues.
En primer lugar les voy a pedir que hagan un esfuerzo de imaginación. Imaginen que un copiloto de una empresa aérea española como Vueling (la filial de bajo coste de Iberia) estrellara voluntariamente un avión para suicidarse matando, al mismo tiempo, a 149 personas. Y que después se supiera que tenía tendencias homicidas, estaba en tratamiento psiquiátrico y que el día del múltiple asesinato (no fue un accidente…) estuviera legalmente de baja. ¿Qué no habrían dicho los pulcros alemanes de esos españoles incapaces del sur? ¿Qué de dimisiones no habrían pedido? ¿Cómo pudo ser que el “sistema” y/o los procedimientos de seguridad no impidieran el disparate? Debo reconocer que lo que Bismark o Hitler no pudieron conseguir por las armas, lo ha conseguido Merkel con el dominio económico, pese a que no sepamos nada de sus muchas cajas de ahorro o que ese país tenga millones de “minijobs” que vienen a ser el colmo de la explotación, un colmo que ni el Carlos Marx más agorero hubiera siquiera imaginado.
Luego imaginen conmigo la incompetencia de un gobernante que, para destruir unos túneles del enemigo (que es, además, ciudadano suyo), matara a más de dos mil quinientos civiles, entre ellos centenares de niños. Incompetente y asesino, no hay otro juicio posible. Esa es la consideración que se mereció Benjamín Netanyahu por sus actos de septiembre de 2014. La sorpresa es que unas recientes elecciones le van a consolidar en el cargo por unos añitos más. Aunque aquí hay contrapartida, como esa madre de Badalona que, tras perder a su hijo al servicio del Estado Islámico, ahora quería enviar a lo mismo a sus dos gemelos de dieciséis años; o ese loco perturbado que, en una universidad de Nigeria, hizo matar a 147 personas por no ser musulmanes. Así va el mundo.
Más positivo parece ese acuerdo entre seis potencias y ese verso roto llamado Irán sobre el desarrollo de la energía nuclear en ese país. El miedo es que Irán llegue a desarrollar la energía nuclear de manera que tenga acceso a la bomba atómica. Irán no es de fiar (no forma parte de “nuestros hijos de puta”, como sí lo es Netanyahu…). Y así Obama dice que se comprobará que el pacto se cumpla y que, si Irán no lo cumple, se sabrá. Muy bien. Pero la realidad es que el mandamás de Irán desconfía. Y con razón. Hay un único país en la historia que ha usado la bomba atómica como arma militar contra civiles. Y fue Estados Unidos que lo hizo el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y, sólo tres días después, lanzó otra sobre Nagasaki. Algo que hace pensar en el cinismo de algunos.
Repito: escribo tras la Semana Santa, ésa que he pasado internado y tal vez excesivamente sometido a los hechos de los últimos días.
Mi generación ha vivido siempre con la espada de Damocles de la posible destrucción atómica causada por un militar loco (¿recuerdan el personaje interpretado por Stephen Hayden en Teléfono rojo: volamos hacia Moscú de Stanley Kubrick?). Y todavía, tras setenta años de Hiroshima y Nagasaki, nos hemos librado de ello. Empezaba a creer que nuestra especie sería capaz de evitar su huida hacia la locura, pero esta semana me ha hecho repensarlo. Y mucho.
Soy de los optimistas incurables que siempre ha creído que la tecnología podría ayudarnos a vivir en el mundo del futuro. Un futuro, el de nuestros hijos y nietos, que a veces veo cada vez más y más oscuro. Y no tengo claro que la tecnología haya añadido siempre más facilidades para vivir en él. Y si les hace falta otro botón, recuerden las redes sociales y las tonterías que se dicen en ellas por la inmediatez de dejar comentarios tantas veces inútiles e innecesarios.
Todavía nos faltan años de maduración y aprendizaje. Pintan bastos. Y, pese a todo, seguimos siendo una especie con gran potencial pero con excesivos errores a cuestas. ¿Cuándo maduraremos?