Esta vez habrá una disquisición previa y una apostilla.
La previa es recordar que tanto Internet como web son palabras que, aunque procedentes de otra lengua, si deben ser usadas en español, deben usarse con el género femenino.
El inglés, una lengua tal vez más rica desde el punto de vista general, resulta muy pobre en esto de los géneros. No distingue entre masculino o femenino en las terminaciones de una palabra, en los artículos y en tantos otros casos. En español sí sabemos hacerlo.
Por eso Internet (una red formada por la interrelación de varias redes) debería usarse en femenino ya que lo es “red”. De forma parecida web (esa tela que tejen las arañas y que podríamos traducir por telaraña) también debería usarse en español con el género femenino ya que de ese género es “telaraña”.
Comprendo (y a mí mismo me ocurre) que algunas construcciones que asocian “palabros ajenos” como Internet o web con el femenino “la” puedan resultar extrañas, pero son las que me parecen correctas. Pese a lo que puedan decir algunos lingüistas que serán muy doctos en lingüística pero a veces resultan tamb ién negados en el ámbito tecnológico. Aunque muchas veces justifican sus razones lingüísticas recurriendo a la etimología, lo cierto es que no siempre lo hacen en el posiblemente mal uso que damos en español a palabras que nos son extrañas como “Internet” o “web”.
Tal vez todo se reduzca a lo que nos dijo Ferdinand de Saussure distinguiendo entre “langue” y “parole” (entre lengua y palabra) y, en definitiva, entre el uso correctamente “lingüístico” de un término o la acomodación que acabamos haciendo en el habla de cada
persona individual por el uso continuado aunque resulte un uso extraño e incorrecto lingüísticamente… Esa era la disquisición previa.
El tema central quiere ser la constatación de la llegada y del anunciado gran futuro que suele asignarse a lo que se llama “Internet de las cosas” (¿perciben mi huida hacia delante evitando el artículo que no debería ser otro que “la”?…), que tan a menudo enlaza con
otro anglicismo que está haciendo furor como es ese de “Smart city”.
El nombre “Internet de las cosas” lo acuñó Kevin Ashton en el Auto-ID Center del MIT en 1999. Surgió de la investigación en el campo de la identificación por radiofrecuencia en red (RFID) y el uso de nuevas tecnologías de sensores.
La idea es sencilla: conectar el máximo de objetos que nos rodean entre ellos y con nosotros. Según se dice, la evolución de la domótica y, con ella, de las Smart cities ha de permitir que hacia el año 2020 pueda haber entre 22.000 y 55.000 millones de dispositivos conectados (imagino que la diferencia de estimación depende de lo muy incipiente que es todavía esa aplicación).
Ya se habla de ejemplos sumamente publicitados como la nevera que encarga automáticamente los productos que nos faltan; y otros más recientes pero que no dejan de ser llamativos: las zapatillas de deporte que son capaces de contar los kilómetros recorridos o ese wáter que es capaz de proporcionarnos incluso un análisis de orina…
Ejemplos que empiezan pareciendo de ciencia ficción por lo que a primera vista tienen de
inverosímil (la ciencia ficción de calidad es algo más serio…) pero que van a acabar siendo realidad.
Tal y como formuló Hans Vestberg, presidente del Consejo de Administración de Ericsson, las repercusiones en la vida cotidiana van a ser considerables: «Si una persona se conecta a la red, le cambia la vida. Pero si todas las cosas y objetos se conectan, es el undo el que cambia». Me parece sumamente acertado.
La apostilla es sencilla y resulta ser un añadido de última hora: mi proveedor de comunicaciones (movistar+) lleva ya unos días sin darme servicio. No veo la televisión y tampoco tengo Internet ni wifi en casa. He tenido que enviar este texto a la revista desde otro lugar.
Mal futuro acabará teniendo esa Internet de las cosas si no se puede asegurar algo tan imprescindible para ello como es la conexión correcta y estable. ¿Se imaginan el caos que se crearía? En ésas estamos.