El movimiento de las Ciudades Inteligentes (Smart Cities) tiene unos objetivos ambiciosos. Al desplegar sensores en el centro urbano, sus defensores proponen optimizar el consumo eléctrico y de agua, así como reducir los efectos nocivos de la contaminación. Pero una ciudad inteligente diseñada de forma correcta, no sólo debe ofrecer un consumo más eficiente de recursos, sino que debe ser el catalizador para una sociedad urbana más cívica.
Este mensaje es muy seductor para los dirigentes de las ciudades. Tan seductor que es fácil no darse cuenta del riesgo que hay detrás de cualquiera de estas iniciativas. Si se hace mal, la ciudad inteligente puede consolidar infraestructuras obsoletas que pueden acabar siendo más costosas que implementar una infraestructura nueva.
La ciudad inteligente utiliza tecnología avanzada para proporcionar información de forma continua y control sobre elementos como el agua y la luz que usamos diariamente.
Por ejemplo, automatizar el alumbrado de una ciudad con sensores de movimiento ayuda a reducir el consumo eléctrico permitiendo al sistema atenuar las luces de una calle cuando no circula nadie.
Pero una ciudad inteligente no es solo tecnología; también el uso de determinadas políticas es importante para el éxito o fracaso del proyecto. Por ejemplo, al ofrecer un precio diferente para suministros como el agua y la electricidad según la franja horaria, se puede motivar a la población a no consumir en horarios punta, con lo cual se reduce la necesidad de sobredimensionar la capacidad y se consigue un mejor uso de los recursos existentes.
La mayor parte de artículos que explican un modelo de ciudad inteligente incluyen una descripción de su centro de control. Los sensores desplegados a lo largo del entorno urbano —que actúan como los ojos y oídos de la ciudad inteligente—nutren de información al centro de control de forma continua. Es allí donde se toman las decisiones que influyen en la vida de los ciudadanos.
Y aunque no cabe duda de que el centro de control es impresionante, también ilustra el problema que tienen muchas iniciativas de ciudad inteligente.
Una información que fluye en un único sentido desde los sensores hacia los operadores no hace que la ciudad sea inteligente—de esta manera sería una ciudad más con mayor número de datos e información. Aunque este enfoque puede ofrecer algunas eficiencias en el corto plazo, no cumple la verdadera promesa del movimiento de las ciudades inteligentes. Una ciudad conectada para apoyar a personas que toman decisiones desde una localización central es una ciudad conectada a un cuello de botella humano. Es una ciudad que siempre será resistente al cambio en el futuro. Una aproximación mejor es diseñar nuestras ciudades inteligentes como una plataforma para la innovación.
Vivimos un tiempo de renacimiento gracias a la tecnología. Hay pocas personas que no se hayan beneficiado de tecnologías como los smartphones. La computación móvil ha creado un segundo boom de Internet, y uno de sus elementos de construcción han sido las API (Application Programming Interface), una tecnología que ofrece una nueva manera de integrar aplicaciones de forma rápida y fiable.
Algunas de las compañías de Internet que hoy tienen mayor éxito, se lo deben en parte a que permiten a otras personas integrar sus funciones y extender sus capacidades mediante las API. Facebook no es solo una red social; es una plataforma en la que se pueden crear negocios completamente nuevos, tal como ha hecho la compañía de juegos online Zynga. Las APIs favorecen el uso de las aplicaciones como bloques de construcción—elementos simples que contribuyen a crear uno más grande. Son la fórmula secreta en la que se basa la web moderna.
Las ciudades inteligentes deben aprender de este éxito y llegar a ser una plataforma basada en las APIs. Los departamentos de ingeniería deben seguir implementando sensores para optimizar el alumbrado y la provisión de agua. Pero esto no debe construirse como un sistema cerrado que lleva datos a un punto central de control, sino como una red abierta que fomente la innovación. En lugar de implementar otro conjunto de aplicaciones verticales que solo sirvan para un fin, los responsables municipales deberían ofrecer elementos que permitan a los desarrolladores de la ciudad compartir servicios y romper las barreras tradicionales que hay alrededor de las actuaciones en la ciudad. Esta aproximación funciona en Silicon Valley (Estados Unidos), y puede funcionar en cualquier otra zona.
El concepto de plataforma también pone a la ciudad en una posición mejor para compartir fácilmente datos con su población. Otro movimiento importante en Silicon Valley—y que se está abriendo paso en la Administración Pública—es el de OpenData. Es una tendencia que las ciudades inteligentes deben adoptar.
Por ejemplo, Glasgow, en Escocia, ha hecho de la transparencia de datos la piedra angular de su iniciativa de ciudad inteligente.
No sería posible conseguir y ejercer un control dinámico y a la vez detallado con un paradigma de monitorización centralizada. Sin embargo, si se proporciona a los ciudadanos la información que necesitan para tomar decisiones y el control que necesitan para gestionar su consumo, la ciudad puede obtener enormes ventajas.
Este modelo no solo facilita el crecimiento de la plataforma, sino que también aprovecha el impulso natural de las personas de evitar el desaprovechamiento de recursos y ahorrar dinero. Es ventajoso para los consumidores y también para la ciudad. Y es precisamente lo que hace que una ciudad sea inteligente.